(Caps. III y IV de mi libro El Cura Brochero y su tiempo. Cultura popular. Santidad. Política)

por Jorge Torres Roggero

III.- La madre Antula

            Brochero veía claramente que la Casa de Ejercicios que había levantado en la Villa del Tránsito era “obra de Dios”: “Que la edificación era obra toda de la Providencia. Y que, si no tuviera fe a ciegas en la Providencia Divina, le fuera él ciertamente traidor a Dios”. Sería necesario, por eso, que en esa Casa se practicaran los Retiros con todo el esmero y cuidado con que lo exigía el método ignaciano.

            Todo debía acomodarse a la sencillez y rusticidad de los pobres que también tenían derecho a conocer los accesos a la “gracia de Dios”. En consecuencia, escogió el Costumbrero de Ejercicios para el pueblo heredado, en versión manuscrita, por la Beata María Antonia de la Paz y Figueroa. Desde sus quince años, se había entregado al apostolado de la oración y la penitencia, en el Beaterío de los Padres de la Compañía se Jesús en Santiago del Estero. Los pueblos del Tucumán la llamaban cariñosamente “Madre Antula”.

            Expulsados los jesuitas   en 1767, cuando ella tenía 38 años, resolvió salir de su encerramiento y comenzó a recorrer la Argentina anunciando a los pueblos las bendiciones para todos los que practicaran los retiros de los Ejercicios.

            Con el cuerpo macerado por extraordinarias penitencias, recorrió, en el inicio de su misión, las regiones santiagueñas de Silípica, Soconcho y Salavina. Continuó luego con sus viajes. Siempre lo hizo descalza y de a pie junto a las mulas que portaban las imágenes, a sus compañeras y al fiel peón que la asistía. Anduvo por Catamarca, Tucumán, Salta. Caminó sin descanso, con las costillas quebradas porque se le cayeron encima unos bultos. Se dirigió a Córdoba entrando por La Rioja y San Luis. A fines de 1779, después de diez años de apostolado, se dirigió a Buenos Aires. En el camino enfermó y murió una de sus compañeras.

            Pero la Beata estaba convencida de que Dios la había requerido para que saliera a proclamar su gloria y luchar por el bien de las almas. Dio alientos a sus compañeras y prosiguió siempre a pie y descalza delante de la carreta. Miles de fieles, desde el Virrey a los más humildes paisanos, se mezclaron en la práctica de los ejercicios con ocho días completos de retiro, de riguroso silencio y penitencias.

            Usaba una copia manuscrita del Costumbrero, versión popular de los Ejercicios, en que se entonaban cánticos acomodados a la materia de contemplación. Esos versos eran aprendidos fácilmente por el pueblo sencillo. Las composiciones de lugar, la contemplación, se allanaron a “la vista de la imaginación”. A veces presidía las meditaciones una imagen de Cristo en la columna después de los azotes. Esa contemplación de la agonía inducía a lo que se llamaba el “coloquio”.  Cada alma hablaba a Jesús cuyo cuerpo había sido torturado por la salvación de todos.

            El Padre Antonio Aznar, refiriéndose a uno de los “coloquios” de Brochero, considera que “los santos no usaron de ningún diccionario peculiar y propio. No tuvieron otro que el de las gentes entre quienes convivieron”.  A raíz de esto, cuenta una anécdota del P. Campos cuando predicó por primera vez Ejercicios Espirituales en la Casa de la Villa del Tránsito: “Se hallaba devotamente en un reclinatorio presente el señor Brochero en una meditación que el tal padre predicaba a los serranos. En una de las partes incitaba el Padre Campos a que contemplaran a Jesucristo crucificado. Con el lenguaje cual suelen usar los misioneros: “Acércate a esa cruz y contempla cómo está lastimados Jesucristo, pagando por tus pecados…” Así que el Padre termina ese punto, se levanta el buen párroco y dice aparte al misionero: “Padre, mis paisanos no le entienden si así les habla. Permítame a mí la otra parte”. Hincado Brochero ante el Santo Cristo, exclama: “Mira hijo, lo jodido que está Jesucristo, saltados los dientes y chorreando sangre. Mira la cabeza rajada y con llagas y espinas. Por ti que sacas las ovejas del vecino…Por ti tiene jodidos y rotos los labios, tú que maldices cuando te chupas. Por ti que atropellas a la mujer del amigo. Qué jodido lo has dejado en los pies con los clavos, tú que perjuras y odias…”

            Eso sucedía con cada uno de los “misterios” de la vida de Cristo. Era especialmente impresionante, en el Costumbrero de Ejercicios, la representación de la Encarnación y el Nacimiento. Si faltaba un sacerdote: “Estarán los ejercitantes en sus piezas y las tendrán algo oscuras y con las puertas entornadas. Desde el patio un lector leerá la meditación en forma que la oigan todos los ejercitantes, que están retirados en las celdas. Pasado un rato de meditar se les cantará la saeta, resumen de la meditación. Después de otro espacio de tiempo se dará la señal y acudirán a la capilla. Allí todos juntos harán el coloquio y terminarán cantando el Padre Nuestro”. El último día, campanillas y cánticos despertarán a los ejercitantes convidándolos “al banquete de la santa comunión”.

            En 1889, el cura Brochero, al descubrir que en la Casa de la Beata de Buenos Aires quedaban algunos ejemplares del “Directorio y Prontuario de los Ejercicios Espirituales” que Domingo Caviedes hizo imprimir en 1833, solicitó a las hermanas un ejemplar prometiéndoles con que a “cambio de uno”, les iba a traer “una ponchada”.

            Así fue como la versión popular de los ejercicios espirituales circuló entre los paisanos de la sierra que los traspasaron de padres e hijos como un tesoro. Brochero no se dedicó a polemizar con liberales, librepensadores, masones y laicistas como otros famosos prelados y promocionados profesionales católicos de la época. Desechó las batallas de la pluma y rehuyó polémicas en que se disputaba poder y no el bienestar del pueblo. Eso sí, invitó, con humildad y perseverancia, a las masas desheredadas del Valle de Traslasierra a cumplir el Evangelio, a practicarlo en su vida diaria, en el codo con codo comunitario. Prefirió ganar corazones. Lejos de todo brillo y renombre, buscó la gloria de Dios y el bien de las almas. No retaba a nadie. La reprensión no cura ni alienta. Sólo hacía notar que todos necesitamos la gracia y la misericordia de Dios. Era necesario sacrificarse y orar para entrar en los corazones endurecidos. Por eso comentaba a los sacerdotes:“Nuestra polémica contra el vicio ha de ser la de Jesucristo. La mansedumbre y la paciencia. Pondré también un ejemplo, decía, en mi mula. Cuando se halla la mula ante mucha hacienda brava, para pasar no se larga a tirar coces, sino con el anca, poco a poco, se abre paso. No tires coces a los pecadores exacerbándolos con palabras en medio de la polémica. Aunque venzamos y se nos aplauda, las coces siempre dejan roncha y las ronchas escuecen. Mal volverán a Dios los que así quedaron resentidos y humillados. Abrámosnos camino poco a poco y como con el anca, orando y trabajando.”[1]

            Habrá que averiguar, entonces, cuál es la situación de vida que una sociedad le prepara a un santo. ¿Será la vida de un santo un elemento importante para analizar la manera en que una comunidad política se observa a sí misma?

IV.-La poética de los santos

            ¿Desde qué ideal se articulaba en la época del cura Brochero el núcleo de sentido del funcionamiento social? Era una época de triunfo de un proyecto de nación conscientemente subordinado al capital inglés y a la cultura europea. Una élite porteña se había impuesto a sangre y fuego sobre la cultura criolloamericana del interior.

            Cuando Brochero nació, sus pagos eran todavía recorridos por las montoneras federales levantadas contra el poder colonial. Le tocó como tierra de evangelización el Valle de Traslasierra, el oeste cordobés, sede de una original marca criolla por haberse resistido, desde la época colonial, al dominio español.

            Su poderosa cultura popular valoraba y reconocía las manifestaciones de lo sagrado mediante fiestas y ritos comunitarios de fuerte raigambre religiosa. En su vida cotidiana se entrechocaban lo sagrado y lo profano. Todavía estaba viva la capacidad de percibir la presencia de ángeles y diablos entre los enseres y los seres.

            Para la vieja cultura criolla los santos patronos, los novenarios, las ánimas, constituyen un ámbito de ejemplaridad en que lo comunitario tiene una fuerte presencia. Hablar de un santo es representar un sujeto ideal de la propia cultura y un articulador de valores específicos sobre los que se construye una comunidad. San Ramón, San Roque, San Juan, San Pedro, Santa Catalina, Santa Rosa, la Virgen en sus diversas advocaciones, son representaciones más que de virtudes individuales, de virtudes sociales. Articulan un sistema de valores específicos sobre cuyo cimiento se construye la sociedad y permiten normalizar las relaciones entre los sujetos.

            Generalmente, la vida de los santos se escribe en un género narrativo especial. Es el relato de una vida ejemplar, de un modelo de comportamiento. Formaliza la jerarquía de valores que organiza las relaciones individuales y sociales del conjunto. Se inscribe dentro de la vida de un grupo ya existente y, en cierto modo, representa la conciencia que un colectivo tiene de sí mismo. De tal modo, la vida de un santo, en tanto relato ejemplar, asocia una figura a un lugar y no puede evitar naturalizarse como la transcripción literaria de las percepciones de una conciencia colectiva: ¿una poética?

Arremangada la sotana, el cura trabaja a la par de los albañiles.

            Pero toda poética es un despliegue de construcciones retóricas destinadas a modelar la subjetividad y representar ideologías, discursos acerca de cómo deben ser y cómo se deben comportar los sujetos. La vida de Brochero, ¿tiene algo que ver con nuestra condición de sujetos coloniales?  ¿Podemos releerlo para que comience a decirnos el mensaje profundo de sus gestos, sus afanes, sus renunciamientos, sus díceres? ¿Podremos descubrir la santidad de la poderosa cultura criolla que lo amamanta, lo sostiene, lo solivianta sobre el mediocre panorama de políticos corruptos y vendepatrias, de clérigos enfáticos y retrógrados, que desprecian y denigran al pueblo más humilde al que consideran siempre ignorante, rijoso, bárbaro, vicioso según los biógrafos brocherianos? Como en los ejercicios ignacianos hagamos una composición de lugar, reconstruyamos la vida en los pagos en que nació y creció y en que le tocó dar testimonio de la misericordia y la gracia de Cristo.


[1] Véase: AZNAR, Antonio, 1952, Don José Gabriel Brochero y las tradiciones de la Madre Antula, Córdoba, Colegio de la Sagrada Familia

por Jorge Torres Roggero

1.- El derecho al Baúl

Cajón, baúl, cofre de los recuerdos son lugares comunes de oradores ocasionales. No es el caso de Memorial J. Testimonios de un interno del Hogar Escuela Juan Perón (1952-1957) de Juan Maldonado en que se usa indistintamente la metáfora, al parecer muerta, de Baúl o Cofre de la memoria.

A primera vista, la representación nos ofrece un objeto cerrado que solo ocupa un lugar en el espacio exterior; pero, si se abre, lo de afuera queda abolido y todo es novedad, sorpresa: sobreviene la vivido y no dicho. El volumen material pierde sentido porque acaba de abrirse otra dimensión: el mundo de la intimidad imaginativa que no está sometido a la comprobación de la razón. Los recuerdos reviven en nuestro corazón lo que ya no existe, tratan de captar algo que el presente deniega: la significación del pasado. Pero ese registro es función de la imaginación. El pasado, ausente de la percepción, es lo que no está dado. Para que al fin sea, será necesaria la palabra, que se hable de él y se lo describa: habrá que afrontar las fronteras de la realidad. Entonces, imaginamos.

La imaginación interviene en la conciencia del pasado, pero también en el presente. En efecto, existimos por el sentido que nos atribuimos: soy lo que creo ser; y antes de esta conciencia de mí mismo, no existo. De tal modo, la conciencia es imaginación. Con esto quiero señalar que una autobiografía puede ser leída como una novela; pero, ese costado novelístico no opaca el valor y la lucidez que la memoria reimprime.

Está claro que nunca llegaremos al fondo del “baúl de la memoria”. Por eso, al abrir Memorial J, iniciamos un viaje a esa dimensión infinita de la intimidad en que las figuras se confunden en una oscuridad primordial, en un caos que busca formalizarse en lenguaje, en escritura. Desde la noche del baúl de la memoria nos disponemos a convivir retazos de la vida histórica de un niño que viene a dar testimonio de una “niñez enmudecida”, que se acerca “en busca de salvación, a la profundidad de lo desconocido”, a lo que está “en las aguas que conforman el ser”.

1.- Niñez enmudecida: únicos privilegiados

Tal como lo pide el autor, el nombre del protagonista, para nosotros, será su inicial: Jota. Jota nos invita a un viaje iniciático en busca de la primera habitación del ser que presenta como oscuridad. Una zona inasible, no detectable para la razón frígida, todavía sin signos que la expresen. Se trata de atravesar el umbral de nuestro lado oscuro; “la antesala del horror sagrado”. Al borde de ese territorio innombrable, habitación de los dioses, alumbra una esperanza: animarse a nombrar. La palabra es un fiat lux y “la luz ofrece una posibilidad. Eso que se nombra y nos imaginamos semeja el conjunto esperanza/guía”.

Jota está marcado desde sus primeros pasos por la ausencia y la intemperie. Por lo pronto, Jota, el que habla, elige, como narrador, cambiar constantemente de registro. Ese pasaje se realiza por el cambio de personas verbales del narrador para armonizar una desarmonía básica: Jota, sujeto individual; y Jota, sujeto histórico. En efecto, es un niño de dos casas. Ambos espacios ofrecen un rasgo común: están marcados por una fuerte cultura popular oral, pero también por libros y revistas.

Arrojado en el oscuro mar del acontecer, aferrado al salvavidas de la memoria, los hechos oscilarán siempre entre la vida familiar en la quinta de Camino a San Antonio, en una familia numerosa agitada por los avatares del pueblo trabajador, y la vida en comunidad en ese milagro histórico que fueron los hogares escuela creados por la Fundación Eva Perón. Participamos, así, dramáticamente, del recorrido vital de un niño entre 1952 y 1957. El vaivén entre los dos hogares constituye un testimonio vivo de la unidad de sentido de un retazo de vida. El hogar individual aparece huellado por la ausencia del padre desde los ocho años. Es un espacio-tiempo pleno de expansión vital: las travesuras en los amplios espacios de la quinta, la presencia casi muda de la madre y los hermanos, la voz del padre al que no volverá a ver pero que nunca deja de hablar. El sigue hablando hasta después de muerto, desde un no-lugar de tinieblas y soledad, pero siempre aferrado a sueños imposibles, a esperanzas en derrota. Quizás al delirio. La casa paterna es también el lugar de la misteriosa pared que es, por un lado, un muro infranqueable y, a su vez, la pantalla en que se representan las ensoñaciones, los sobresaltos, los desconciertos, las pesadillas y el horror del niño. Donde, campo de batalla de la imaginación y lo imposible, lo innombrable comienza a hablar. Para eso, habrá que saltar paredes y escalar murallas: dos simbolismos recurrentes a lo largo del libro.

Pero Memorial J, es algo más que una búsqueda de sentido en la infancia. Es la memoria de un momento histórico de la patria, su puesta en palabras desde la perspectiva de un niño. Esa palabra es inédita, puesto no que ha sido registrada por autores de textos escolares ni por los minuciosos historiadores canónicos. O sea, no está en los libros.

Juan Maldonado no renuncia, por cierto, a su condición de sujeto histórico y decide darle la palabra a la “niñez enmudecida”. Sabe que no habrá justicia para lo destruido por el “candente fierro de la barbarie”. Nos ofrece, por tanto, el testimonio de un niño interno en lo que comenzó siendo el Hogar Escuela Juan Perón y concluyó como Instituto Pablo Pizzurno, luego de la caída del peronismo. “Ese instituto, años más tarde de los tiempos de la Libertadora, fue reducto cada vez más deteriorado y empobrecido, material y moralmente”.

El memorial es una “demanda contra el olvido” (como diría González Tuñón). Es resucitar palabras. Negarse a dejar pasar una “niñez enmudecida”. Nadie, ningún historiador, narró el horror liberticida de los niños. Esa niñez enmudecida no tuvo abogado defensor. Los niños fueron amordazados por la historia escrita: “Nadie de aquellos casi quinientos niños, compañeros, amigos tan queridos y únicos, ha podido escribir y publicar su tiempo de vida en ese sitio” (p.14).

De pronto, el 16 de septiembre de 1955, “una estrepitosa caída”. Se cruzan la gratitud y el horror, sobreviene el desamparo y la crueldad representados por el Estado sobre niños indefensos: “Acompañan esta atroz circunstancia la ausencia de una parte notoria de la clase dirigente que no detuvo jamás sus ojos en la niñez”. La situación que sufrieron los internos del Hogar Escuela Juan Perón nunca fue tratada desde el punto de vista de los derechos humanos (p.15): “Hasta la fecha nadie habló en defensa de los afectados, de aquellos niños que fuimos, humildes en enorme mayoría, e indefensos ante el mundo. No hubo voz para los que, una vez en la vida fuimos privilegiados y luego nos pusieron en el campo de la escoria, el cual fue igual a un presidio infantil” (p.16)

Así fue el pasaje del Paraíso al Infierno. Y Jota viene a romper el “sospechoso manto de olvido sobre esos seres inocentes que pagaron con crueles sufrimientos, “la osadía de haber vivido días felices y en plena libertad”.

3.- Un rito de pasaje: el Paraíso

Envueltos en tinieblas, los tres avanzan en la oscuridad. ¿Quiénes son?: “El que murió y Jota quien ahora puede hablar, decir, eran apenas dos niños de seis y cinco años llevados de la mano por La que no decía” (p.46). De la mano de la madre (oh el silencio de las madres que deben entregar sus hijos a un destino) dos niños son llevados a enfrentar, por primera vez, el mundo. Es un trayecto de expulsión. Imborrable huella: ser exiliados de la propia casa, borrar las huellas de la infancia. Van apresados por la “dura garra de la necesidad”. Caminan extraviados, en silencio. Calzan alpargatas, visten humilde ropa. Solo el cielo estrellado y la ignorancia de lo que vendrá. Llenos de incertidumbre, los cuerpos infantiles avanzan. Por fin llegan, la travesía concluye: “Ingresaron a un edificio enorme, cruzaron debajo de una arcada y transpusieron la puerta principal. El edificio estaba totalmente iluminado” (p.51). La que no decía habló con alguien y los dejó abandonados.

Ya están en el Hogar Escuela Juan Perón y los primeros días fueron de “aflicción y dolor”. El primer paso, en estado de alteración y desconcierto, fue acudir a la agresión. Luego despuntó la amistad con El que sonríe. Se empieza a compartir desde la conversación al dulce de batata. Jota llevaba, los fines de semana, las fantásticas narraciones de su amigo para compartir con sus hermanos. Poco a poco se va adaptando, se va produciendo un estimulante paso del yo al nosotros que anuncia buenos tiempos. Se iba incorporando a un “habla colectiva”. Fue comprendiendo el nuevo lugar, le esperaban cinco años en el Hogar Escuela de la Fundación Eva Perón: “Soporte inicial que marcó toda la vida de Jota”. En ese palacio, todo era deslumbrante para los niños: “No podían creer cuántas buenas cosas tenían a mano y todo se distribuía por igual a cada uno de los que fueron llegando” (p. 69). Poco a poco se van haciendo “compañeros”. El nuevo día era un “fragmento de la más radiante eternidad”.

El niño sentía “el afecto que lo rodea” (p.72): “Lo primero que Jota trae de su memoria es la mano afectuosa de una de las preceptoras. Ellas fueron artífices en la contención, brindaron afecto (p.73). En el Hogar: “todo estaba bien dispuesto y planificado para que la diversidad de niños y niñas pudieran disfrutar una vida digna”. Ocho comedores, salas de juego y lectura, enfermería, atención médica y odontológica, galerías, patios de juego, canchas para la práctica de deportes, hamacas y salas de juguetes, triciclos, sulkyciclos, monopatines “disponibles para todos los internos”. De tantos lugares, para Jota, el más querido era el Salón de Actos.  Dos veces por semana, veían películas (p.75). Fue así como las primeras aflicciones fueron quedando atrás. El buen trato, el cariño y, sobre todo, la libertad de realizar juegos de todo tipo, fueron cubriendo los “huecos iniciales”.

Había, además, un taller para los ómnibus que los transportaban diariamente a la escuela pública. También una quinta. A esa huerta iban los niños a jugar con los caballos, tocarlos. Jota viene a dar testimonio de que vivió una infancia “rodeado de afecto, libertad, juegos, contención y personas con las que establecía un intercambio continuo”. Aunque exiliado de su hogar paterno, era un “paso a favor”.

Por supuesto que por la mañana concurrían a la escuela y, por la tarde, hacían sus deberes acompañados de sus preceptoras. Y más: la libertad de reunirse en espacios amplios para jugar antiguos juegos infantiles de la cultura tradicional: la payana, el trompo, las bolitas, el balero. Pero también las lecturas de la Chola Pérez, el ludo, la pileta, los campeonatos Evita.

Ciertamente, un testimonio “cercano a la ficción”. Las picardías de los niños, la felicidad de sentirse compañeros: “Lo excepcional no tiene frecuencia, aquellos días de Paraíso no se han repetido, al menos hasta hoy”. Por ello quien narra sabe que algunas de las páginas del Baúl, el reiterado Baúl, puede ser de utilidad para que un lector salga de paseo “a mirar la vida con otros ojos”. El enorme tiempo de la infancia está pidiendo hablar.

4.- El infierno: niños presos políticos

“Jugábamos por la mañana en el parque. Creíamos que era sábado. Pero no, fue viernes. Viernes 16 de setiembre de 1955. Día incógnito y secreto (…) desde las primeras horas” (p.189). Los aviones Gloster sobrevolaban estruendosos, se escuchaban cañonazos hacia el centro de la ciudad. Frente al Hogar Escuela llegan camiones de los que baja un numeroso grupo armado. Lucen brazaletes con dos letras: M.R. Las preceptoras llevan los niños adentro.

Pasado un tiempo, arriban soldados del Ejército Argentino leales a Perón. Ocupan el edificio. Trazan estrategias de defensa. Un capitán los reúne y les pide que obedezcan a las preceptoras. Estas, atrapadas, asediadas, corren por los pasillos. “Entre nosotros, se inició aquello que, en los niños, se construye como una ilusión de autodefensa: comenzamos a quitarnos las gomitas de los elásticos de los calzoncillos para hacer gomeras y tirar piedritas de arena para combatir al enemigo” (p.192).

Lo primero que barrió el fuego enemigo “fueron las letras de bronce colocadas sobre la arcada de ingreso donde se leía: “Hogar Escuela Juan Perón”. Los soldados se ven desbordados por el ataque a los M.R. (Movimiento Revolucionario): “era el nombre que se pusieron los cobardes, la banda de asesinos que tanto tiempo ha gobernado nuestro país”. A las seis de la tarde los niños son evacuados y los distribuyen “en hospitales, iglesias y hasta comisarías”.

Esa noche dolorosa comenzaron a presagiar lo que vendría. Sus preceptoras les decían: “Ya verán, se darán cuenta lo que es dormir en colchones Pullman. Ya verán lo que es la educación, la comida y los juguetes. Se acordarán de Evita y Perón”. Jota reflexiona. Esas palabras fueron exacta profecía de lo “que más tarde, nos devolvió, de modo cruento, el gobierno de la Libertadora destruyendo nuestros sueños y arrasando un ideario que no regresó nunca más a este país”.

Resuena, entonces, la palabra de la niñez enmudecida: “Ningún dirigente peronista, o de otro partido dijo, jamás, en forma abierta, algo serio de aquel Primer Genocidio Infantil en Argentina. Porque cometer genocidio no es solamente matar una vida. Genocidio es matar ilusiones de miles, de millones de niños y trabajadores a lo largo y ancho del país” (p.194).

El relato de Jota pasa a detallar lo que aconteció en el interior de la institución, “lo que cada niño debió soportar con la llegada de la llamada Revolución Libertadora, tiempo oscuro y ruin.” Por los pasillos del Hogar, por el país, “transitó libre el odio, un odio agazapado, cobarde, extendido en plenitud desde el centro del poder cultural, económico y político de Argentina”.

Los niños comienzan a ser castigados y amenazados. El odio se empeñaba en destruir lo que había sido su amparo: “Una vida digna para tantos niños humildes”. Lo internos comenzaron a ser castigados por nimiedades: plantones, encierros. Habían comenzado a ser otros. Estaban cautivos y en silencio. Desalojados de la ternura, el afecto, la dignidad del comer y estudiar, ingresaron “en el oscuro laberinto de lo que se conoce, vulgarmente, como infierno”. Se estaba demoliendo “un templo consagrado a dar cariño, contención, educación a los niños humildes”.

Ese silencio de la niñez enmudecida tampoco dejó huella escrita: “lo que en ese interior se vivió, no hay una obra literaria, una película, un cuadro (…) No hay Guernica para nosotros. No hay trozo de pan en la historia argentina para tantos niños castigados”. No hubo político, ni juez, ni dirigente gremial, ni cura que se jugara por esos niños. Solo Eva donó su vida. Lo demás es mentira: “Pueden sumarse y odiar lo que digo, no me importa, no me importará jamás”. Jota siente que la memoria se ha convertido en testimonio de cómo, en el Hogar, “desaparecieron las sonrisas, se instaló el reinado de la represión.”

Les quitaron la comida. En lugar de café con leche, tostadas con manteca y dulce, pasaron el mate cocido con una rebanada de pan. Les arrebataron la educación, la ropa, los juguetes, la salud. Debían traer azúcar desde su casa. Los golpeaban sin posibilidad de queja. Los obligaban a rezar un rosario completo puestos de rodillas al lado de la cama y suprimieron los espacios de recreación. Por cualquier falta, los arrastraban y los ponían contra la pared. Los comandos civiles se paseaban por los dormitorios con el arma en la mano. Nunca los niños habían imaginado tanta maldad entre los hombres. Era el regreso a la oscuridad: “la Revolución Libertadora, no solo mató en los basurales de León Suárez, fusiló los anhelos de millones”.

Pero también los niños inician, junto al pueblo trabajador, una peculiar resistencia. Jota y sus amigos planean y ejecutan fugas. Ahora bien, el más asombroso acto de resistencia fue obra de un compañero de apellido Vaca. Su hazaña fue rescatar, el mismo 16 de setiembre de 1955 el cuadro de Eva Perón antes de que se lo llevaran los saqueadores. Con la complicidad de un mecánico peronista, la imagen es escondida en la sala del taller. Hacia allí peregrinan todos los jueves un grupo de siete amigos para contemplar el ícono: “hacíamos una escapada furtiva y mirábamos unos minutos el bello rostro de Eva, rostro que representaba lo mejor de nuestra vida” (p.233).

La vida de los internos había cambiado. Habían sido condenados al infierno. Ahora el Hogar era un calabozo y los niños presos políticos. Debían aprender a soportar, en silencio, castigos corporales, amenazas, penitencias, privaciones: “Presos políticos infantiles. Presos sin causa, sin juicio, sin abogados defensores. (…) Representábamos la aglomeración inútil, escombros, lo que sobra a la sociedad” (p.263).

Jota llega a una conclusión y una pregunta: “Los desposeídos del mundo no tienen Baúl. ¿Por qué no puedo tener Baúl? El baúl de Jota es, en realidad, el cofre de la memoria del pueblo: el inasible memorial. Juan Maldonado nos guía, Virgilio del fin del mundo, por los laberintos del cielo y del infierno. He omitido numerosos episodios. Solo intenté peregrinar junto al lector hacia la raíz de una poética construida desde la oscuridad y la intemperie. El Baúl abierto nos sumergió en un espacio desconocido y caótico. Saltan sin orden, pero bien guardados, cada uno de sus días y sus noches.

Ordenar oraciones perdidas, sintaxis desarticuladas, fue un duro camino hacia la realidad por la poética, un tránsito por el indescifrable sendero que linda con lo sagrado. El memorial es canto, epopeya; pero, el valiente testimonio es admonición a una sociedad que ha silenciado el vilipendio de los niños. Por suerte, escritores como Juan Maldonado están dejando hablar el grito amordazado de los niños y mujeres de ese retazo trágico de la vida argentina. Tal el caso de estos dos nombres cordobeses: Zulma Zárate y Mariano Pussetto.

Como concluye nuestro Jota, del “hervidero de voces” solo quedan sombras en las palabras escritas. Sin embargo, “el acto de escritura, es un fragmento más que la memoria ha hecho posible para que, tal vez, sea visto. Como decía Pessoa: ver las cosas siempre como si fuese la primera vez”.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 2 de sep. de 23

FUENTES:

Lo que leyeron comenta, solamente, Memorial J.

Maldonado Juan, 2022, Memorial J. Testimonio de un interno del “Hogar Escuela Juan Perón (1952-1957). Córdoba: Ediciones la Huertilla.

Para ampliar el concepto de “historia no escrita” o “niñez enmudecida”, recomiendo la lectura de los siguientes libros:

Pussetto, Mariano, 2022, Lo que era un paraíso se tornó un infierno. Córdoba: Alción Editora.

Zárate, Zulma Patricia, 2022, Eva Perón en la cultura política de las mujeres cordobesas, Córdoba, UPC.

por Jorge Torres Roggero

Alejandro Nores Martínez, poeta sin canon y excluido de su núcleo social, fue un feroz crítico de la pacatería y de la togada estulticia del poder hegemónico en Córdoba, Argentina. Tal actitud, le procuró altos costos. Lo menciono porque César Vargas usa como paratexto fundamental de su libro La Vida Quieta uno de sus epigramas. “A dos estatuas” narra con risueña sorna un viejo chiste cordobés. En efecto, en tiempos de la antigua plaza Vélez Sarsfield quedaron enfrentadas dos estatuas: la del Codificador de las Leyes, de pie, bien abrigado con su sobretodo; y la representada por indio casi desnudo con los brazos abiertos dirigidos al poniente. El pueblo decía que era la estatua de Bamba, un legendario rebelde colonial que, en realidad, era negro. La estatua del indio parecía suplicar al prócer, y celebraba, por cierto, un imposible sol naciente. Nores Martínez la pone en movimiento: “hacia el hermoso gabán/ tiende los brazos con brío/ el indio y – ¡Dalmacio mío! -/ le suplica de este modo:/ – ¡Prestame tu sobretodo/ porque me cago de frío!” Me detuve en el epígrafe porque está bien elegido como anticipador del contenido. Su razón de ser se aclarará a medida que avancemos en el libro de César Vargas. Pero antes, veamos el porqué de las “greguerías estatuarias” que se interpolan a lo largo del poemario.

El término greguería significa “lenguaje incomprensible”. Gómez de la Serna eligió ese término para denominar sus composiciones literarias que mezclaban, en un aforismo, metáforas y humor. De la Serna, hacia 1910, imaginó una larga genealogía que inicia en el algún texto grecolatino de Luciano de Samosata. Se trataba de definir lo indefinible, capturar lo pasajero. Como decían los martinfierristas argentinos era un intento de captar “el lado flamante” de las cosas, su singularidad expresada en un mínimo apotegma. Esta tradición, con diversos nombres, tiene cultores conocidos en nuestra literatura: Raúl Scalabrini Ortiz las llama “apuntes”; Oliverio Girondo, “membretes” y Antonio Porchia, “voces”.

Cesar Vargas nos ofrenda, como feliz intermedio de un discurso trágico, un imprevisto acercamiento al “lado flamante” de las estatuas mediante una regocijante retahíla de “Greguerías estatuarias”. Es el costado sonriente y luminoso del libro, el que esconde, pero sin dejar de aludirla, la entraña dolorosa del epigrama de Nores Martínez. Espigo algunas a modo de ejemplo: “La flor es la estatua del sexo”, “La chimenea es una estatua que fuma”, “La langosta es la estatua del hambre”, “La ballena es la estatua de una nube”, “El martillazo es la estatua del grito”, “El cuervo es la estatua de Poe”.

Pero la pulpa dolorosa del libro se desangra en los poemas que musitan la historia secreta de los excluidos, secuestrados, presos y asesinados. En efecto, las estatuas, en tanto monumento, son el rostro impertérrito de una clase dominante y su cultura. Veamos. La palabra estatua se relaciona con el verbo latino “statuere” que, entre otras significaciones, designa las siguientes: “colocar, exponer, establecer, fijar”, o sea, se refiere al acto de “estatuir”, de configurar lo establecido, lo que es así y “nada más”. Desde este punto de vista, una estatua es unidimensional, tiene un solo significado: el de hegemonía de un grupo social, de una clase o de una etnia que son los que mandan e imponen los sentidos a la comunidad.

Pero “statuere” viene de “stare” que significa “estar de pie”, estar no más. Es la intemperie geocultural del pueblo, el lugar tiempo en que la memoria no cesa de hablar, en que el rumor de la “vida quieta» amordazado por años, quizá siglos, pide la palabra y, entre el griterío espantoso de los abajo, se convierte en voz de los sin voz. Es en estas profundidades donde brota la más alta expresión poética. Desde esos “reprofundos” resuena la dolorosa poesía de La Vida Quieta. El poeta, traspasando la imperturbabilidad de lo “estatuido” deja hablar la historia no escrita, la de las personas y no de los personajes. Su recorrido por las estatuas, especialmente de Córdoba y Buenos Aires, es una peregrinación (en su sentido sacro) hacia el centro de nuestras contradicciones.

Las estatuas dejan de ser alegorías (sinécdoques) del pensamiento dominante para ser metáforas (“más allá de”) de la poderosa cultura popular. Por eso la estatua de Garibaldi en la plaza Italia desencadena la imaginación de la prostituta en cuya cama todos gozan de anonimato cuando hunden su soledad entre sus piernas. Por un triste pago, un “desfile de héroes y fanfarrias”. Sin embargo, en lo profundo de su intemperie, “a todos les concede una caricia secreta/ con la secreta esperanza de que sea el héroe/ que todos estamos esperando”. En lo más secreto, poetiza la fe en lo que no existe, la esperanza de lo que está por venir.

En “Estatua 2”, el poeta se presenta sumido en el abandono y la desesperanza. Está cerca de una iglesia y “la gente se persigna como lamiendo en su pulgar la virgen/ como escupiendo con vergüenza un dios que llevan dentro, / como diciendo: Ahora…/ Pero es tarde”. Al final, nos chocamos con las estatuas de la Plaza Colón que “tiritan en bloque”. El poeta despliega la ironía. Sobre esas estatuas, “las palomas de otros versos” llegan “a cagar sobre náyades neoclásicas”. Mientras, “los estudiantes del Carbó salivan la fuente”. Según los historiadores, las estatuas de Plaza Colón fueron una donación de lo que quedó del pabellón argentino en la feria internacional de París (1889). Son las diosas griegas de la ciencia, el arte, la agricultura, la abundancia, o sea, de los privilegios de letrados y terratenientes. Son las diosas muertas del “Granero del Mundo”, son depositarias del furor laxante de las palomas, de la escupida de los estudiantes y de la angustiosa soledad del poeta.

Por otra parte, la vida quieta de la estatua de Julio A. Roca, coloreada por el vitral de la catedral de Bariloche, está custodiada por la policía. Al caballo le “duele el lomo por el peso criminal/ que hace un siglo carga”. Ese bronce “relleno de codicia es insensible al frío”, a la tinta, a la sangre, “a los gritos que atraviesan el tiempo”. El general parece un viejo bueno y los turistas se fotografían en su entorno. Pero la vida sigue hablando: “Una india pide limosna a la entrada de la iglesia. / ¿Qué tenemos para darle?” Secreta, a lo mejor inconsciente, alusión a cierta alianza reciente y horrorosa: civilidad, fuerza armada, curia.

En “Estatua 4”, el poeta “esculpe en el aire su recuerdo”. La materia poética es una estatua perdida que habitaba una de las pequeñas plazoletas en Av. Vélez Sarsfield y Bv. San Juan, en Córdoba. Es una figura del tiempo. El poeta erotiza la vida quieta, pone en actividad los recuerdos: “hubiera querido tatuarle en los pezones/ el color de mis besos…”. “Le acosé el pedestal con indecencias” y “le leí poemas que hubieran enternecido/ a cualquier bruja/ pero nada.” De golpe, “llegué una tarde y ya no estaba”. La estatua, ¿se había convertido en una “desaparecida”? “Cruzó el mar de la nostalgia”, “¿o duerme y sueña/ en un depósito de la municipalidad”? ¿Una sátira municipal, o algo más late en la entraña helada de la estatua?

En “Estatua 5 – “Bustos de Córdoba”, el poeta regresa al humor de un modo insólito. Pone en hilera los bustos erigidos en Córdoba (bustos, estatuas que sólo abarcan hasta el nacimiento del pecho o medio cuerpo): son veintiséis. Se mezclan caudillos bárbaros y civilizadores impolutos, poetas y payadores, radicales y peronistas. Es el amasijo informe de la realidad vital. Tanta opulencia “estatuida”, contrasta con la experiencia individual del poeta: busto es, también, seno. Eso que luego, procaz, besó tetas. Las busca en vano en los bronces, “y esta tarde es de humo/ y esta ciudad es mierda”. El humor demuele la visión de la Córdoba azul y beata, de bucólicas campanas.

Siguiendo esa línea semántica, el humor cultiva el ab-surdo («para sordos») cuando se solidariza con la famosa estatua del “oso polar en el centro de Córdoba”. A esa efigie “migrante”, (creo que hoy reposa frente al museo Caraffa), se la trajo, hace largo tiempo, para adorno del puente Antártida. Pero luego se dieron cuenta de que en la Antártida no hay osos: “Por eso sueña un témpano”, “sueña una sangrienta cacería de focas”. Hay, sin embargo, para el paradojal oso un hilo de esperanza: “Al centro de la piedra que lo guarda/ yo lo sé, / late su corazón helado y verde como el polo que lo espera/ donde algún día descansarán sus huesos”. Una bella prosopopeya define el poema, lo redondea de cierto halo feliz.

Siguiendo el mismo eje de sentido, incluyo “Estatua 11”, “El indio de las bolas grandes”. En 1937, “en la plaza de Resistencia”, Chaco, se erigió una estatua en homenaje al indio. La estatua resultó con unos genitales “escandalosamente grandes”: “fue primero castrado y después desaparecido”. Ese es el epígrafe aclaratorio que, en apariencia, informa sobre un hecho pintoresco, pero ese cuerpo mutilado y desaparecido alude a una memoria ancestral (el destino de los pueblos originarios), y a una más reciente dictadura genocida. Por un lado, el peso del poder sobre los desposeídos; pero, a su vez, la genitalidad vencedora del pueblo: “Era tan solo un indio, pero con unos huevos/ que las damas soñaron hasta que enrojecieron”; era un “indio callado” / “pero su sexo hermoso disparaba a los vientos/ la vergüenza del blanco, la canción de su sueño”.

En este punto, haría un apartado de desoladoras elegías. Comienzo este conjunto de poemas con “Estatua 7, Monumento al soldado desconocido”. Es la historia del primo Antonio que hizo la colimba en 1976. El poeta, “preso en otro mundo” en ese momento, “supo después” que su “primo campesino” fue chofer y “manejaba un camión más verde que el trigo en la noche”. Después, este ángel campesino”, sufría apariciones de ese camión “cargado de alaridos”. Tenía veinte años. No quería conducir ese camión. ¿Qué habrán visto sus ojos, que “nunca volvió a ser niño”, que “golpeaba a la mujer, los hijos”, / que “bebía hasta la locura”. Otra estatua, esculpida en el aire espeso de la memoria, de una víctima anónima de la dictadura: “quedaste más roto que los cuerpos/ que cargó tu camión”. Un soldado desconocido muerto “de horror, de borrachera/ pedacito de hombre, soldadito”.

La “Estatua 8” es el toro de la Sociedad Rural, “el animal más todo/ padre de toda la carne de la Patria”. Esa masa material, que parece venirse encima, es símbolo del poder de una clase y objeto de admiración de los visitantes ante la indiferencia de un gato: “bajo la lluvia, / sin luna y empapados contemplábamos la estatua, / debajo de su masa: un gato/ perfecto y seco/ nos miraba/ indiferente a nuestra estúpida admiración/ lamiéndose una pata/ nos miraba”.

La estatua 9 es la emocionante “Eva en el Chaco”. Para los argentinos, Eva hay una sola. Frente a su estatua los ancianos reviven la infancia y el momento fatal de su entrada en la eternidad. El poeta le habla a la estatua de Eva en segunda persona, le recuerda el momento en que pasó a ser bronce, a repetirse en “todas las plazas” con gesto de “modista buena”, con ademán de “maestra congelada”. Pero nadie se atrevió a insuflar en el metal “la furia de tu vida” / el rayo de tu sangre/ tu grito de revancha vengadora”. Es que Eva vive. “Desde la gran plaza del Chaco nos das tu bendición/ así tan sol cuesta mirarte, / así alumbrás todavía”.

En la misma serie, agrego otra estatua insurgente: la número 10. Es “La mujer de Lot”, la desobediente, la que elige no huir: “piedra blanca contra el cielo incandescente/ hasta disgregarse/ para ser polvo de palabras, / mujer sin nombre, pero, “la más sólida vergüenza/ de la lengua de Dios.”

La estatua 12 es la de Caperucita Roja en los “verdes bosques de Palermo en Argentina”. A su costado, una rutina de estatua inadvertida por todos, pero, desde otra paralaje, el mensaje secreto acerca del lobo acosador y artero: “Todo lobo es el mundo para todas las niñas/ y la lista del lobo resulta interminable”. Se desencadena, entonces, a partir de algunos casos como el de Martita, María Soledad, Ángeles, una retahíla de mujeres víctimas: ácido en la cara, ahorcada con alambre, violada entre tres, metida en una bolsa, con catorce puñadas, un tiro en la cabeza. Concluye con tres versos que son un “cros a la conciencia”: “Todo bosque la vida, / y cada treinta horas/ una Caperucita”. La crónica habitual se vuelve energía poética.

A partir de la Estatua 13, “Cristo de la catedral” las estatuas representan figuras de honda raíz cultural (al margen de creencias e ideologías). El poeta, a veces, tiene miedo que Dios exista, que se le aparezca y pregunte: “¿Qué has hecho de tu alma? La respuesta será que la “gastó viviendo”: “Pero que no se preocupe/ aún guardo un cachito/ que ha de servirme para escribir/ el poema que me debo”. ¿Sobrará algo para el Eterno Coleccionista?

“El Gran Capitán”, estatua 14, está dedicado al San Martín de la plaza central de Córdoba. ¿Qué nos señala con su dedo índice? ¿El futuro, el sol? Sobre el hombro, un hornero levantó su nido. El poeta reza: “Padre de la Patria/ ojalá pudiéramos estar sobre tus hombros”, como ese pájaro trabajador y libre, ese albañil que canta haciendo “su casa sobre el cemento de tu pecho”. No es extraño que el final de esta rogativa aluda al episodio bíblico de la crucifixión: “Padre nuestro/ muerto de olvido en el bronce de la plaza, solo una fecha para las flores. / Padre nuestro/ ¿por qué nos has abandonado?”.

La Estatua 15, “Busto de Perón” se organiza en torno a la extraña figura de un general que siempre sonríe. Esa sonrisa suscita una serie de preguntas: ¿por qué sonríe? La respuesta reúne armoniosamente las palabras de despedida del General y el tumulto de las multitudes argentinas: “O será que sigue escuchando nuestro canto en las plazas/ la maravillosa música de la sangre en jolgorio.” / ¿Será peronista?” Claro ejemplo de una poética que armoniza la palabra política y la acción popular. Digamos, la carne viva de las contradicciones.

Transitemos ahora a la estatua de “Cristóbal Colón”. Informa sobre una “tonelada de bronce al fin de la avenida” que agradece al rey los tres barcos que darían al mundo turismo, fútbol, jazz, democracia, tango, maíz, papa, garotas, chocolate y otras delicias. Pero, “el almirante hunde su rodilla en tierra/ con cuidado apoya la punta de la espada/ como con miedo de pinchar el globo, no vaya a ser que la verdad estalle/ se derrame cubriéndonos de mugre”. Obsérvese que cada poema es una oración adversativa: la segunda parte niega la primera. Y la negación es una apertura de posibilidades.

¿Qué nos dice “La Venus de Milo”? Ella “dejó los abrazos en un siglo remoto”, “cuando los brazos se le hicieron polvo/ solo para que no pueda taparse los pechos”. Y sentirá, alguna vez, que “esa tela que le cubre el pubis” caerá y “nos aturdirá de tiempo/ de luz/ de sexo/ de belleza/ toda la humanidad la estará viendo”. Ese “algún día”, de tinte escatológico, es una seña de una esperanza jamás desechada por el poeta. Tal lo que ocurre con la estatua 18: “El Dante”. No lejos del zoológico siente el hedor de infierno de las jaulas. Desde ese pedestal no puede salvar ni condenar a nadie: ni a los que “no se decidieron a ser buenos”, ni a los que “se atrevieron a ser malos”. Sin embargo, “en los tercetos de un poeta despechado/ el rostro de una mujer promete salvación. / ¡Es el amor! Gritamos y decimos su nombre.”

Queda, antes de llegar al centro de esta peregrinación, la estatua de “La libertad iluminando el mundo”. La primera parte relata el viaje de la colosal mujer y su armado.  La “pintaron los indios” y “la limpian los negros/ que se van a la guerra con su nombre en los labios”. La pulsión adversativa, tan frecuente en el libro y casi una clave de lectura, deshoja un “pero”. En efecto: “Los pájaros la evitan/ y no por su veneno, simplemente es que saben: / la Libertad son ellos”.

Se arriba así a lo que se podría llamar un culmen emocional y estético. Más aún, el sentido profundo que La Vida Quieta epifaniza en “Estatua 20- La Madre”. El poeta memora que, en todas las plazas de barrios y pueblos, la madre es representada “con un niño en los brazos y otro de pie a su lado”: “sentada y santificada en cada barrio/ porque todos quieren una de cemento o de bronce/ de mármol o granito. / ¡Una Madre!”

Todos anhelan colgarse de sus pechos y sentir su palma en la cabeza. ¿Qué haría el Club de Leones, que dona “estatuas quietísimas/ cada una en su quieto pedestal/ quietísima en la plaza”, sin las madres? Estamos ya, lectores, llegando a los últimos renglones del libro, a su mensaje final. Nos aturde la repetición del adjetivo “quieto” del título, enfatizado dos veces con el superlativo “quietísima”.

Es que nuestras Madres han puesto en marcha un movimiento de rotación, un arte cinético que convierte pañales en pañuelos. Los jueves el miedo muerde su rastro refulgente y el pueblo se refugia en el corazón de las “locas” que hacen tiritar el mundo: “Pero los jueves: Ronda, / monumento que rueda/ arte cinético en su pañal pañuelo/ un círculo de fuego es la angélica loca/ su niño es palabra blanca/ que le ilumina la cabeza”. La vida quieta insurge siempre, los “peros” del pueblo saltan el círculo ciego de la necesidad, su “música maravillosa” no podrá ser acallada. Y la historia empieza a peregrinar. Lo dice un poeta, y a ellos les fue otorgado el don del vaticinio.

Jorge Torres Roggero

Córdoba, 20/04/23

FUENTE: Vargas, César “León”, 2020, La Vida Quieta. París-Córdoba-Buenos Aires: Argos, Babel, Reflet de lettres.

por Jorge Torres Roggero

Cierro Un hombre canta de Aldo Parfeniuk. El canto del hombre mora ahora en mis adentros. Discurro: cuando enuncia “un hombre”, seguramente, el poeta se refiere a la humanidad y es un llamado a la universalidad. Quizá por eso, el último canto del libro es el de la cantante de la “orquesta viajera”, “en el fin del sur”, “brasa ardiendo en la niebla/ faro del fin de todo/ casi Música”. En los confines, se pregunta “qué desierto y de cierto en su voz/ cuando Canta/ cuando/ sólo Ella Canta”. Está pisando “la última frontera”, el “fin de todo” en que la lengua praxiológica se desarma, desaparecen los signos de puntuación, las mayúsculas invaden el texto queriendo decir algo más. Entonces, sobreviene el silencio que anuncia el paso al otro lado. Instante en que la humanidad se ha ido “del libro de poemas/ cansada de incumplidas promesas” y sólo recoge “imágenes y aullidos/ en las webs y en los recitales”.

En Un poema no debe hablar Parfeniuk nos implicaba en el misterio de la palabra y sus tres modos de ser: habla/ silencio/ canto. Son tres facultades del hombre: el único que habla, calla y canta. Ahora bien, cuando hablamos de una poética es necesario “circular por útopos”. Por eso el poema no puede hablar. El habla se construye con convenciones que, a veces, es solo una retórica puramente instrumental todavía atada a los signos convencionales.

La poesía, como última palabra, rechaza las formas propuestas por la tradición, los signos anteriores a la experiencia del poeta. Por eso, el poeta verdadero es un gesticulador. Es un sujeto individual e histórico (Aldo Parfeniuk) que se universaliza (un hombre) convirtiéndose en un fabricante de tropos. Es un “tropator” (o trovador) que anda en busca de una capa de la realidad no revelada por los signos arbitrarios que carecen de una relación directa con la experiencia individual: es dejarse caer en el abismo (a-bysos= sin fondo) para restablecer otras formas de comunicación.

Lo real simula estar mudo y, por un momento, puede parecer que la poesía es una flor del silencio. Pero en sus intentos de rescatar algunos fragmentos dispersos de lo real, el poeta, más allá del hablar, descubre que el canto es un campo de fuerza liberador, fluyente, atópico. Las formas sonoras no solo son formas temporales, sino también espaciales. Según, Víctor Zuckerkandl, es un modo de ser del espacio diferente del geométrico. Por eso tres sonidos no conforman un triángulo, sino un acorde. En el espacio visual los objetos se configuran uno al lado del otro; en el acústico, se produce una interpenetración de estados dinámicos. De tal modo, en el flujo ininterrumpido de la realidad como campo de fuerza, tanto los cuerpos como los sonidos están simultáneamente en el mismo lugar. El espacio como fuerza precede al espacio como lugar. Por eso, el hombre es, a la vez, hablante y cantor. El canto reúne hombre y cosas. Se desata como una corriente incesante del pasado, a través del presente, hacia un futuro en que nada se mide ni se divide: hacia lo que solo puede ser vivido. Esa vivencia de lo real nutre toda la evolución creadora. Parfeniuk la llama: “mi acento acechante a la sombra del silencio”.

“Ese principio de vida” se manifiesta, por ejemplo, en los ojos de la amada. Ella es epifanía: “es el ángel que mira cuando miras”. Y ese ángel “canta, por tus ojos, en tan fugaces pájaros/ que torpe/ mi palabra inútilmente embosca”. La poesía, entonces, se hace presente cuando “todo se vuelve distinto/ porque lo hemos mirado juntos”.

Sucede que un sujeto individual “de silencioso café y rodeado de turistas”, “animal solo y balando en el rebaño”, cambia súbitamente de registro y salta, tropator, del habla al canto. Retorna así a la originaria unidad entre canto y habla. ¿Cuándo se separó la palabra poética de la palabra meramente designativa? Hubo un tiempo en que el canto resumía la fuerza de la palabra y el sonido. Época feliz, evocada en un conocido poema Antonio Esteban Agüero: “Digo la minga”. Cuando el trabajo se vuelve fiesta, las gentes se reúnen por la danza. El hombre es Hombre no más “que se siente hermano/ del Hombre, de las cosas, de la tierra y el cielo”, con la “frente desnuda de alfabetos”.

Ese “hombre universal”, todavía sin gramática, canta en los adentros del sujeto individual e histórico”, pero según Parfeniuk, “canta en la oscuridad”. En efecto, transitamos una edad oscura: “CIUDADES CORROMPIDAS/ GENTE INTOXICADA/ GRANDES NUBES DE ÁCIDO TAPANDO EL SOL”. Toda una estrofa escrita con mayúsculas aplastantes. El poeta canta “contra un montón de olvido”, pero, es “un hombre que canta en la montaña”. El poeta individual es un hombre que canta desde el arraigo: “Un hombre canta en la montaña/ rodeado de animales y pedazos de cielo”. Y, ¿cómo es el canto?: “Canta para nadie. / Canta para los pájaros”. La gratuidad del poema en que nada se mide ni divide. El poema no tiene nada que ofrecer, simplemente florece como la flor que se abre con toda su belleza en la cumbre de la montaña para que nadie la vea: “Nada. / Solo un canto/ como rama en el aire/ donde anidar la tarde/ y qué ojos/ llevados por los pájaros”.

La poética del habla atribuye el canto a los pájaros, pero el canto, ¿no será atributo sólo del hombre que canta? El canto es una poética de la vida, pero, para su cumplimiento, es necesario llevar “el corazón hasta la última alambrada”. Es sentir de golpe: “hoy, quiero irme/ como/ sin para qué.” Aldo Parfeniuk peregrinará, entonces, “por mis zonas, por mis pedanías/ por linderos departamentales/ de leyenda”. En efecto, del canto del hombre anda y desanda los “linderos” (salta pircas), los “paisajes perdidos”, “los mogotes callosos”, “allí donde se dividen la tierra y el aire, / la piedra y la arena/ la estrella y la luna”.

Volver al canto es volver al “cuaaanta” de los díceres populares, es decir, a un lugartiempo de la cultura inmemorial de los humildes, “errando en la inocencia de querer hallar paz/ en asar y comer, en beber y reir/ en contar sucedidos antiguos de gente de la sierra que salen a vivir/ por entre el negro vino/ por entre el humo de la leña flaca.” El habla que habla en uno se vuelve canto, rostros de amigos perdidos, se arraiga: “se nos entrañó en las venas” y “en los años” para siempre.

Es el momento de “estar aquí para ser”. Como en Kusch, se da vuelta la fórmula: “existo, luego pienso”. Hay un trecho, en la obra de Parfeniuk, en que se palpa una fuerte impronta telúrica. Sin embargo, elude con sabiduría la encerrona de un fácil folklorismo. Renuncia a una poética agreste para “ensimismarse”, arrojarse al abismo del sí mismo, o como diría Borges, a un “pensativo sentir”.

Desde “El chelco”, primer poema de La Quirca,1976, evoca en la figura del pequeño saurio, cargado de díceres y leyendas, la presencia real de su estirpe milenaria, de su antepasado de piedra que “muerde el tiempo/ sin apuro/ se come/ un siglo más”. Aunque el verde en las sierras amadas anuncia vida: “Pero no; todavía no es tiempo. / No prende el Valle; no trepa el cerro, / ni pinta el valle” (…) ¿quién sale de sol y de setiembre/ a decir que ya está, a mentir que ha vuelto?” En estos primeros textos proliferan las alusiones. Sabemos que alusión es una figura literaria basada en la polisemia del lenguaje que permite que ciertos lectores con los cuales se comulga accedan a un sentido y condena a otros a quedar “en ayunas”.

Consigno esta aparente minucia retórica porque los primeros libros de Parfeniuk fueron publicados en tiempos peligrosos, en época de derelicción y muerte y, por lo tanto, no es casual que recurra a la figura típica de la alusión. El lector avisado empatizaba en sus reprofundos enmudecidos, por ejemplo, con este título: “Habitante del miedo”. Es esa zona en que el canto se vuelve un nudo en la garganta. Zona a la que: “Unos antes antes/ otros más tarde/ van llegando”. Es el lindero desvalido de la intemperie, del estar no más aquí: “Pero yo/ desde siempre/ estuve aquí”. En el poeta resuena y se amplifica el canto secreto del pueblo por eso se ofrece como recinto de resonancia para que se digan las cosas: “Vengan/  a decir en mí/ la parte/ que les toca”.

Fusilado de penas, de nostalgias, el poeta busca refugio en la infancia, se convierte en “contrabandista de perlas de llanto”. Además, inicia una serie de epitafios. El epitafio es uno de los géneros más antiguos. Aún persisten esos restos de escritura en lápidas e inscripciones de alfareros. Son recuerdos de vida que se vivieron: “todas las vidas/ propias y ajenas”. Imagina a cada ser querido como alguien que “murió/ tantas veces/ y de tantas muertes/ como los dioses.” Por otra parte, no es casual que el “Epitafio I” vindique a un poeta perseguidor de una música imposible “que jamás escucharemos”: “Ahora/ descansa aquí. / ya no habla más.” En efecto, el aquí y ahora de ese indeterminado poeta es el silencio. Es un silenciado. Y un ausente. Porque la ausencia también es “duro silencio:/ diapasón de la muerte”. A pesar de que el gentío es grande, de que el ruido aturde, “el silencio es más grande”. Alusiones, sin duda, para que el que quiera oir, oiga.

La humanidad ha sido herida en el sujeto individual e histórico que canta. ¿Cómo sobrellevar “esta herida manera/ de ser hombre? ¿Cómo soportar las diarias falsificaciones si “no pedí estar en este mundo”? Se procura entonces una sanación para “esta enfermedad/ de triturar en la boca/ palabras”: las altas montañas, las hierbas rubias, las semillas robadas y el “hueso duro/ pero piadoso del olvido”. Es el retorno a la tribu. Es un irse al paisaje y volver “otro”. Pero no es una ida a lo pintoresco, a la piedra torturada por el turista que siempre será un intruso en este libro. Por lo contrario, el paisaje es cultura, es la casa del hombre que canta.

El “homo viator” quiere ser aquí, “entre páginas de pálidas palabras”. El regreso a la infancia es también un regreso a la casa (“oikos”): “uno vuelve a su casa/ -a su pan a su ropa- / a que le zurzan la confianza” / (…) “y le remienden el amor/ en los ojos/ y en silencio le digan/ aquí, donde se come y se duerme/ y se sueña y se ama”.

Ahora bien, en mi sentir, llega un culmen en el libro en que se produce un corte. El poeta quiromántico ha descubierto un soporte material para el canto, un destino cierto: “siente a veces/ que el destino regresa/ a las líneas de las manos”. Su voz amplifica la turbulenta “travesía de los días”. Ciertamente, es el tiempo de los “ecopoemas” que comprenden al hombre como totalidad primordial y ¿no es que el canto precedió al habla?

Parfeniuk se inicia como habitante de una zona aún desconocida y a ella nos quiere guiar mediante el “encantamiento del canto”. Rumbea hacia un espacio-tiempo, un topo supraindividual, en que el sujeto histórico se convierte en hierofante y nos avisa acerca del misterio del hilo de las generaciones, de la sabiduría de las leyendas, de las virtudes de las flores silvestres, del cielo y las montañas, de los cerros del oeste que suben a los cielos, del río que no pasa, de la magia de Romilio y la mueblería de los trabajos y los días, de la Villa y el Faro del Fin del Mundo. Es el ascenso a la montaña, es el rescate del canto. El canto por que sí. Simplemente porque los “entrecerrados ojos del corazón/ ven llegar las imágenes”, ¿desde qué mundo arriban esas imágenes a nosotros argentinos de los confines, seres multígenos, llamados a la universalidad porque portamos los genes originarios y de todos los migrantes de la historia? ¿En qué cueva escondida se refugian los nidos “más cargados de trinos, / cantando/ todavía cantando”?

Una petición de brevedad me inhibe. Podría “hablar” eternamente sobre alusiones al cielo y al infierno, a la soledad y el encuentro, que se interpenetran armoniosamente en Un hombre canta de Aldo Parfeniuk. Por ahora, habrá que considerar “sus silencios” como parte esencial de la partitura del canto: porque el poema no habla, canta. En la cumbre del Champaquí o en el “faro del fin de todo / casi Música”.

Jorge Torres Roggero

04/04/23

FUENTE:

PARFENIUK, ALDO, 2921, Un hombre canta (antología personal). Córdoba. Ed. Nudista